sábado, 3 de octubre de 2015

Insoportablemente soportable.

Tiempos de cambios se venían, a cada rato era así. Una vida que no se acomoda al orden de la rutina no tiene de otra. En el fondo sabía que no se iba a poder acostumbrar, a nada, a todo lo que emprendía. A todo lo que empezaba, a todo a quien quería. 
Le daba un poco de miedo. 
¿Qué opción clara tenía un alma como la suya?
Todos caminos, ninguna llegada. Ninguna más que la inevitable. Y ni esa quizás.
En otros momentos cuando se sintió perdida, recurrió a la seguridad del amor fiel familiar y recuperaba el rumbo, pero ultimamente ese refugio le dejaba vacíos, también. Todos estaban grandes, todos necesitaban un poco de espacio para avanzar. 
Después de casi enceguecer de llanto una noche, por la insoportablemente soportable sensación de desprendimiento que la sentía física, le hacía cosquillas de las que no son agradables, lo entendió con paz y decidió cambiar. De nuevo. 
Certeza era lo que la vida le proporcionaba, no las que ella podía inventarse. Y lo único que de ella dependía era la decisión; no le tenía miedo. Nunca le tuvo miedo a lo desconocido, a dejar todo por nada, a volver a nacer si es que se podía. 
Porque estaba rodeada de gente pero al final estaba sola, y lo peor era tener que justificarse igual, ante ellos que ni buena compañía eran, que no la entendían ni le inspiraban hacerse entender. Cuando uno se invade de todo esto, hay que irse, pensó.
Desde ese lugar que ni ella bien sabía cual era, pero de alguna forma no era como el de otro, desde ese par de ojos que se abrían y no podían quedarse en la primera capa de realidad, siempre iban más a fondo, donde casi todo carece de sentido y el vértigo de la existencia te aturde con su sordo grito, pero algunas poquitas cosas florecen de verdad. 
Quiere ver esas flores. Esas poquitas flores, nada más. 

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